miércoles, 14 de noviembre de 2018

Nathaniel Hawthorne





Hace tiempo que no había ninguna entrada relacionada con libros y lecturas en éste blog.  El motivo es muy sencillo: desde mediados del mes de septiembre hemos andado un poco de cabeza en casa porque hemos estado de obras.  Como dice la popular maldición gitana: ¡Anda y ojalá entren por tu casa los albañiles!  Nada que objetarle a los albañiles que terminaron su trabajo magníficamente.  Lo peor fue tener que aislar las rejillas del aire acondicionado y no poder utilizarlo durante casi 15 días, con las temperaturas y el calor que han hecho en el Sur éste año.  El famoso Calor del Membrillo del mes de septiembre ha hecho un auténtico Auto de Fe, digno de estudio para los meteorólogos.  Pero, déjame que te cuente una historia, una historia basada en hechos reales.
Toda la obra de reforma que hemos realizado en el piso ha sido provocada por la infame gestión de unas decoradoras, primero una, luego la otra, independientes, sin relación entre ellas, a las que acudimos después de mudarnos y tras haber planteado posibles diseños que no terminaron de convencernos.  Llegamos a sentirnos incapaces de gestionar una posible distribución del espacio, por lo que decidimos acudir a profesionales especializados en el tema.  Utilizaré nombres de ficción para que no se vayan a molestar segundas o terceras personas, pero los hechos, los sucesos acaecidos, fueron tal como te los voy a intentar narrar.  Hecha ésta puntualización, comencemos por la primera decoradora, Elizabetha de Vichí-Vichó, vinculada al grupo de Decoración Jasonia, ya desaparecido.  Tenía sus propias ideas de lo que es estético, aunque eso vaya en contra de lo práctico.  Graciosa, pizpireta, con cierto sex appeal, era divertido verla llegar a la obra primitiva que realizamos en el nuevo piso, meses antes de mudarnos.  Los albañiles, nada más verla, sufrían un endurecimiento de su ser y aunque continuaban trabajando siempre lo hacían bajo el arco gravitatorio de un ataque de priapismo.  A Elizabetha le pedí unas estanterías desde el suelo hasta el techo para ubicar los libros en mi habitación.  Testaruda como una mula, afirmó negando: -No, hasta el techo, no, porque eso es anti-estético.  Se le dejará un margen estrecho en la parte superior y será como si estuviera hasta arriba.
Presentó un proyecto que, sobre el papel, parecía quedar más o menos bien.  Y se hizo siguiendo sus directrices decoradoras.  ¿De dónde sacaría la idea?  ¿Hay algo parecido?  Sí, en Alemania, en Berlín, en la tristemente conocida Opernplatz donde los nazis quemaron las obras de Sigmund Freud o Heinrich Heine, entre otros autores.  Actualmente es la Plaza Bebel, Bebelplatz.



Berlín - Monumento en Memoria de los Libros Quemados

La biblioteca que levantó en mi habitación era también blanca, solo que las esquinas de la L de las estanterías estaba anulada para, según ella, aprovechar el espacio.  Eso significa que los libros se ponen ocupando todo lo largo de la balda, pero la continuación de la fila de libros tapa el extremo de una hilera, con lo que hay una serie de libros cuyos lomos desaparecen.  Buscar algunos títulos era como vivir una maldición bíblica ante la imposibilidad de encontrarlos.  Los espacios de la estantería tenían el tamaño de un ataúd para niños, se asemejaban a las cavidades practicadas en las  catacumbas que se pueden visitar en Roma.  Que las baldas eran recias, macizas, capaces de soportar el peso de una persona saltando encima con los pies juntos.  Le aseguré a la ínclita que, a pesar de que los libros están vivos no suelen hacer ejercicio y menos aún saltar de un lado a otro de la biblioteca.  Era como si le hablara a un bloque de granito.  Simplemente no escuchaba.  La mesa que había diseñado Elizabetha formaba una especie de apéndice de la estantería desde el extremo izquierdo; por la derecha se unía a una estantería con tan sólo dos baldas, un ejercicio perfecto para mostrar qué se debe hacer para perder espacio.  Eso sí, la mesa no era blanca sino marrón...marrón madera.  La guinda de todos esos elementos la puso el sillón de escritorio: blanco (cómo no), de piel.  Así nos lo vendió: de piel.  Con un bote de cristal que contenía una crema especial para cuidar tan delicado material.  Sí.  Durante diez años hemos creímos que habíamos comprado un señor asiento para la mesa de mi estudio, un asiento de piel blanca.  Con el uso, el roce con una esquina de la pared, produjo un corte, un "siete" en la epidermis del sillón.  Hace un mes escaso llamamos a un tapicero (es un capítulo aparte, el Tapicero) que nos habían recomendado.  Le comentamos que queríamos tapizar un sillón, bla, bla, bla...  Vale, quedó en venir por casa.  Llegó, miró alrededor y preguntó que dónde estaba lo que había que tapizar.  Asombrados le señalamos que lo tenía ante él.  -¿Esto? -exclamó- Ustedes me dijeron que era piel y esto es de escay.  Fue lo único que faltaba para detestar aún más la memoria de Elizabetha de Vichí-Vichó: el timo del sillón de escritorio, vendido como asiento de piel, por el que pagamos un dineral, ahora, al cabo de diez años, nos enterábamos que en realidad era de simple y sencilla piel de escay.  Pero volviendo a la malvada Elizabetha, acabó sus funciones como decoradora con aquel trono de tejido falso.  No supimos nada más de ella, ni ganas de volverla a ver.  El trabajo realizado estaba hecho y poco más se podía añadir.  La estantería ocupaba dos paredes de la habitación.  Dos y media.  Cuando terminé de colocar los libros y me senté ante la mesa escritorio llegué a la triste y siniestra conclusión de que aquello no me gustaba.  La biblioteca parecía un fragmento de las catacumbas que se pueden visitar en la Via Appia de Roma; la mesa...la mesa en realidad era una tabla estrecha en la que apenas cabía el teclado del PC y un bloc con bolígrafo.  Todo estaba desordenadamente amontonado a un lado del monitor del ordenador, que ocupaba una posición estratégica a la derecha, en un rincón que quedaba libre.  Teclear y mirar la pantalla significaba que tenía que estar con la cabeza vuelta, con la consiguiente fatiga porque las cervicales no aguantaban esa tensión durante mucho tiempo.  Un desastre, pero, ¿qué podía hacer?  Había costado un dinero curioso y no era cuestión de liarme a hachazos con el mueble, estéticamente muy bonito (para la decoradora), infame para mí.  Intentando ver el lado positivo de las cosas, al menos tenía un sitio donde poder colocar los libros en orden.  Intenté, a lo largo de los meses y años posteriores, acostumbrarme a esa biblioteca de color blanco-hospital que ni el mismísimo Heraclés sería capaz de dejar caer bajo el peso de su maza.
Recuerdo que un amigo me preguntó si no hubiera sido mejor romper la relación con semejante decoradora y sus secuaces.  Sí, claro que sí, pero fue un tiempo que, por circunstancias laborales, nos encontró desbordados y no pudimos estar más presentes, supervisando los entuertos que nos dejaron.
Y en estas, mientras aceptaba sin remisión que habíamos cometido un craso error al aceptar todo aquel anti-proyecto decorativo, llegó la segunda decoradora: la malvada Ersébet Tharoby, especie de Helena Blavatsky venida a menos.
Fue en la consulta de un médico, una de esas revisiones anuales que debo realizar no recuerdo ahora en qué especialidad.  A mi pareja y a mi nos llamó la atención la decoración del despacho y de la sala de espera, organizado todo con bastante buen gusto, con estética pero sin olvidar la comodidad doméstica y lo práctico.  El doctor o doctora nos comentó que había sido labor de una decoradora, profesional y muy bien considerada según una amplia lista de clientes.  Nos facilitó su número de teléfono, la llamamos y quedamos citados con ella en nuestra casa una tarde, a las 6.
Ersébet Tharoby, con puntualidad suiza, tocó el timbre del portero electrónico de la calle a las 6 en punto.  Segundos después de haber accedido al recinto de la urbanización pulsó el portero electrónico de acceso al bloque: eran las 6 y un minuto con algunos segundos.  Pasaron 5 minutos...10...  Pensé que, probablemente, la habrían llamado al móvil y como en el ascensor no hay cobertura se habría quedado abajo, en el hall, atendiendo la llamada.  Pero transcurrieron 15 minutos y Ersébet Tharoby no tocaba el timbre de la puerta, hasta que casi a las 6 y 16 minutos, por fin, el ding-dong del timbre del piso sonó.  Abrí y me encontré a una mujer despeinada, de cara roja, casi púrpura.  Parecía haber salido de una prueba de resistencia de sonido de amplificadores Marshall reproduciendo, a todo trapo, las discografías completas de Led Zeppelin, Deep Purple y AC/DC, todos en una.  Lo primero que se me vino a la cabeza fue que los ascensores se habían estropeado y que había tenido que subir a pie las diez plantas (sí, vivimos en un décimo piso).  No, no, qué va, en absoluto: tenía claustrofobia y no se podía meter en un ascensor, ni sola ni acompañada, ¡que no!
El primer contacto fue...normal, pero a partir de la segunda visita, donde ya comenzó a ejercer de decoradora, la relación con Ersébet Tharoby pasó a ser considerada con reservas.  Mrs. Tharoby tenía un don especial: hablaba con Dios.  ¿Con dios? -le pregunté con mucho respeto.  No, no: ¡con Dios! -me contestó ella taxativamente, redundando en la D mayúscula- Tengo muy buena relación con Él.  Cuando no sé cómo afrontar un problema como qué lampara escoger, o qué color seleccionar para pintar las paredes, o el tejido más apropiado para unas cortinas o la tapicería de un sofá, entonces le rezo y Él me ilumina y me lleva a la decisión correcta.  ¡Ah! ¿Sí? -pregunté sin la más mínima sombra de ironía pero con toda la estupefacción del mundo- ¡Sí! -respondió ella, con un más que descarado desaire.  Hice un punto y aparte sin poder creer lo que había escuchado porque, soy respetuoso con las creencias de los demás, pero meter a Dios como consejero en una transacción comercial entre profesional y clientes, eso, me resulta como mínimo surrealista.  Ersébet Tharoby volvió a casa y lo hizo con almohadones, mesillas de noche, pantallas de lámparas y reposapiés.  Y siempre subió las 10 plantas del bloque, viniera cargada o no.  Se quedó con mi petición de cambiar, si fuera posible, los huecos de catacumbas que era la biblioteca de mi habitación.  Una de las veces que giró su inframundo obsesivo por casa me dijo (textual) que había consultado el tema de la estantería de mi cuarto y que de cambiarla nada de nada, que estaba muy bien como estaba y que se quedaba así.  Pensé preguntarle si había sido Dios el que le había suministrado una decisión tan tajante, pero me guardé de pisarle la cola al dragón, aunque siempre me ha quedado la duda de si un emisario celeste visitó mi habitación aprovechando mi ausencia y al consultar la nómina de títulos decidió que era mejor dejar las cosas como están, sin ni siquiera entrar en detalles como que el ejemplar de la Biblia está junto a uno del Corán, que están todos los textos Apócrifos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.  Y que, para colmo, hay una edición cuidada, leída, subrayada y anotada por mi de Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont.  Lecturas heréticas.  Mejor que el Don no lo sepa.
Una de las más llamativas características profesionales de Ersébet Tharoby era su incapacidad para las matemáticas más simples.  Un presupuesto detallado de diferentes elementos decorativos, el lunes por la tarde, costaba 600 euros.  Dos días después, no se sabe por qué extrañas artes, pasaba a costar 1.500.  El viernes esos 1.500 euros se habían convertido en 1.850  Suma y sigue.  Su tono era particularmente despectivo, malhumorado.  No tenía ningún empacho en gritar sus ideas, si es que se podían tildar como tales.  Como prolongación de su profesionalidad tenía como principio básico ayudar a otros profesionales de diferentes disciplinas a ejercer el trabajo de la especialidad que hubieran desarrollado.  Así, por ejemplo, ella se encargaba de traer pintores si los necesitabas.  ¿Quién, del Reino Empíreo, la iluminaba para actuar así?  No lo sé.  A casa trajo a un pintor que era particularmente peculiar: pintaba una habitación por etapas, primero una pared, seguía después con el techo del salón, dejando un círculo o un cuadrado sin pintar, para después.  Volvía a la habitación que había dejado a medias, pintaba otra pared, no entera, sólo la mitad.  Seguía en el salón...o en el pasillo...  Hasta que una lejana tristeza chocaba contra su pecho y el pobre hombre se derrumbaba llorando.  Que estaba bajo una fuerte depresión fue el argumento que esgrimió la Ersébet Tharoby.  Que no nos preocupáramos, que traería a otro pintor.  No le dije más pero en el fondo esperaba que quien viniera estuviera, por lo menos, exento de algún trastorno de salud.  Los electricistas que trajo, sin embargo, fueron eficientes, hicieron su trabajo y se marcharon.  Precisamente el último día que trabajaban instalando enchufes en las paredes y puntos de luz en el techo, ese día coincidieron con ella.  Teníamos pendiente la ubicación de dos marionetas antiguas compradas en Bangkok.  Una de las dos marionetas tenía bigote y barba de pelo natural.  Ella, subida en las escaleras, buscaba el mejor sitio donde lucieran mejor.  Resaltaba, con agrado, lo hermosas que eran las dos marionetas, acariciando los pelos naturales de una de ellas y sentí la tentación de explicarle de dónde venían esos pelos.  Me preguntó que qué quería decir y le dije que esos pelos tan suaves eran pelos thailandeses, pelos de axilas.  Ella frunció la cara con un gesto claro y transparente de asco y repugnancia.  La guinda la puso uno de los electricistas que había escuchado la conversación y dijo, con lenguaje prosaico: -¡Vamos!  ¡Que son pelos de sobaco!  Ella se tuvo que sujetar con fuerza a las escaleras porque casi se cae del asco tan inmenso que le dio.  ¿Fue eso lo que provocó el final, glorioso final, de nuestra relación con esta Madame Blavatsky?  Tal vez.  El fin como tal lo puso ella, porque nadie sino ella ponía punto y final a una relación comercial.  Así nos lo hizo saber a través de un e-mail redactado con un tono impertinente y luciferino, ella, que hablaba con Dios.
La pérfida Ersébet Tharoby se fue y la biblioteca de mi habitación continuó ahí un par de años más.  Nunca hice la prueba de saltar con los pies juntos sobre sus baldas, más por temor de caerme y escalabrarme que porque se fueran a romper.  Hice lo imposible por acostumbrarme a su no deseada compañía, pero llegó un momento en el que necesité plantear un exorcismo sobre la mala sombra que dejaron Elizabetha de Vichí-Vichó y los asociados al Colectivo de Diseño y Decoración Jasonia, y por supuesto la indeseable Ersébet Tharoby.  Por cierto, se me olvidaba: los pintores que cubrieron las paredes con tintes y pinturas del Tíbet teñidas con azules de la ciudad de Yodpur, aquellos dos genios que pintaron el piso y que vinieron siguiendo el rastro de la bruja Elizabetha de Vichí-Vichó, casi me olvidaba de ellos.  Lentos hasta la exasperación tuvieron encomendada una única tarea: pintar el piso, absoluta y completamente vacío.  Pintarlo de un solo color.  Después, con el paso del tiempo iríamos redistribuyendo tonalidades y colores.  Pero por ahora, solo pintarlo, de un gris claro, o beige...  No lo sé, no lo recuerdo.  Tardaron 7, siete, 7 meses en conseguir la tonalidad adecuada para embadurnar las paredes.  Siete meses, para pintar un piso vacío.  El último día coincidí con ellos (no los había visto hasta el momento, eran una especie de presencia a la que se citaba pero nunca nos habíamos cruzado), coincidí como digo con los dos: quise saber quién era Leonardo da Vinci y quién Miguel Ángel Buonarroti porque, indiscutiblemente, tenía que tratarse de un par de genios así.  Después de tardar siete meses en pintar un piso, alguna sorpresa tenía que haber: una reproducción del techo de la Capilla Sixtina realizada con pintura fosforescente para que, una vez apagadas las luces, brillara en el techo; las paredes de las distintas habitaciones tendrían reproducciones con figuras lisérgicas de los Upanishads, las doctrinas secretas de la India.  Lo mismo, al rozar las cortinas del dormitorio con las paredes pintadas por los dos maestros sonaba un sitar.  No sé, me fui, antes de que la tensión arterial me subiese más.
A la pregunta: ¿ninguna de las dos opciones dejaron nada aprovechable?  Sí, algo sí.  El equipo infame de Jasonia un par de cajoneras y el forrado en madera de un armario empotrado; una mesa pequeña en el hall de entrada y poco más.  La Blavatsky, una lámpara y un par de muebles pequeños, una mesa auxiliar y la promesa...no...la amenaza de que volvería para terminar bien lo que había comenzado.  No, no volvió, y si cree que tiene alguna oportunidad va lista.
Así que todo se acabó éste año de gracia de 2018, cuando por fin se ha producido el deseado exorcismo: un carpintero de vocación y con una capacidad de trabajo y ejecución excepcional, ha hecho lo que yo quería desde que nos mudamos a éste piso, es decir, una estantería desde el suelo hasta el techo, de madera, donde poder ordenar los libros.  Y una mesa, no una tabla, donde poder sentarme a escribir.  Y un rincón de lectura, con un sillón y una lámpara.
A todo esto, ya puestos, se exorcizaron otras habitaciones.  Las paredes ya se habían limpiado de malos tonos y tintes pero para que desaparecieran las malas sombras había que proyectar luz, dejar entrar la claridad en esas zonas de tinieblas.  En fin, la obra en casa se acabó.  Ahora quedaba colocar a las criaturas de papel en sus baldas, había que sacarlos de las cajas donde se habían guardado.  Ordenar libros, quitarles el polvo, desposeerlos de los indeseables ácaros que destruyen el material del que están hechos, es una ocupación entretenida y, sobre todo, agradecida: uno se re-encuentra con lecturas pasadas, recuerda que esa obra, aquella novela, este ensayo, hay que volver a leerlos.  Se vuelven a pasar las páginas, se miran, uno recuerda cuando leyó ese libro, lo mucho que calaron los poemas de ese autor, de esa poetisa.  Y así, poco a poco, se va recuperando una memoria hecha de recuerdos de papel.
Lo sé, me he extendido enredándome en los hilos de toda la historia que te he contado, pero necesitaba hacerlo.  Al menos para decirte por qué hacía meses que no había ningún libro recomendado en alguna entrada de éste blog.  Como ya estoy justificado, paso a recomendarte, encarecídamente, que leas a Nathaniel Hawthorne.



Nathaniel Hawthorne
 (1804-1864)

Cuando nació en Salem, Massachusetts, el 4 de julio de 1804, su apellido era Hathorne.  El añadido de la W es posterior y las razones son claras: quería desvincularse del apellido paterno tanto en cuanto su bisabuelo, John Hathorne, fue juez involucrado en los juicios de brujas de Salem y nunca jamás se arrepintió de sus acciones.  La W le sirvió como un doble muro quebrado para que nadie le asociara a un antepasado tan deleznable.
De Hawthorne se conocen principalmente sus novelas, entroncadas en lo que se conoce como Romanticismo Norteamericano, un romanticismo obscuro que para algunos lectores lo acerca a su paisano Edgar Allan Poe en las atmósferas góticas que no en el contenido terrorífico.  El mismísimo Poe elogió "el estilo puro, el gusto fino, la erudición inobjetable, el humor delicado, el pathos conmovedor, la imaginación espléndida, la destreza consumada" de su colega de oficio y profesión.  Obras como La letra escarlata o La casa de los siete tejados suelen ser las más conocidas.  Entre sus narraciones más breves (que él llamó Cuentos) se encuentra ésta perla que hoy traemos al blog: La hija de Rappaccini.  Aparecida en 1844, lleva un subtítulo: (de los escritos de Aubépine)Aubépine es un alter-ego de Hawthorne, su apellido Hawthorn, sin la E, en inglés significa lo mismo que Aubépine en francés: espino.  Monsieur de l'Aubépine es un autor francés del que no se ha traducido nada a excepción de ésta Hija de Rappaccini.  En la introducción a la narración y haciendo una semblanza de dicho autor, la voz de Hawthorne nos dice que
su nombre resulta tan poco familiar a sus propios compatriotas como al estudiante de literatura francesa.  Como escritor, parece ocupar un sitio poco afortunado, a medio camino entre los Trascendentalistas y la amplia comunidad de periodistas que apelan al intelecto y simpatías de la multitud.
Continúa diciendo
Sus escritos no carecen, hagámosle justicia, de cierta imaginación y originalidad; acaso le hubieran conferido un renombre mayor de no ser por su inveterado amor por la alegoría, que otorga a sus argumentos y personajes la apariencia de seres y decorados nada reales, y despoja a sus concepciones de todo calor humano. 
Y sigue
Nuestro autor es prolífico, continúa escribiendo con encomiable y tenaz prolijidad, tal como si sus esfuerzos se viesen coronados por el resplandor del éxito.  Se nos dio a conocer mediante una extensa colección de cuentos en varios volúmenes, titulada "Contes deux fois racontés".  He aquí los títulos de algunos de sus más recientes trabajos (citamos de memoria): "Le Voyage Céleste à Chemin de Fer", 3 tomos, 1838; "Le nouveau Père Adam et la nouvelle Mère Eve", 2 tomos, 1839; "Roderic, ou le Serpent à l'estomac", 2 tomos, 1840; "Le Culte du Feu", grueso volumen de áridas investigaciones sobre la religión y ritos de los antiguos adoradores del fuego en Persia, 1841; "La Soirée du Chateau en Espagne", 1 tomo, 1842; "L'Artiste du Beau, ou le Papillon Mécanique, 5 tomos, 1843.  Una lectura atenta y fatigosa de esta sorprendente lista de volúmenes nos ha dejado cierto afecto personal y simpatía, ya que no admiración, por Monsieur de l'Aubépine, y trataremos de hacer cuanto esté en nuestras manos por presentarlo favorablemente al público norteamericano.
Para terminar esa semblanza sobre la figura del autor francés, Hawthorne presenta
el siguiente relato, "La hija de Rappaccini", como una traducción de la obra "Beatrice, ou la Belle Empoisonneuse", recientemente publicado en la Revue Anti-Aristocratique, periódico editado por el Conde de Bearhoven.
Tras ésta presentación de la obra y su hipotético autor, cuando se lee sobre Nathaniel Hawthorne, se descubre que dicha presentación no es otra cosa que su forma de sublimar comentarios y críticas no muy positivas a su forma de escribir, a las estructuras y contenidos de sus narraciones.  Su paisano Edgar Allan Poe, que lo admiraba como hemos contado más arriba, presentaba sin embargo reticencias cuando le objetaba el misticismo de ciertos relatos así como su excesiva propensión a la alegoría.
De  la relación con amigos y conocidos, la mas intensa aunque breve, sería la que mantuvo con su también paisano Herman Melville.  Mantuvieron una correspondencia que, por desgracia, no se conserva.  Melville sentía tanta admiración por Hawthorne que no dudó en dedicarle su obra Moby Dick
En señal de admiración a un genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne
Melville admiraba, en ese genio, el vigor con que en él afloraba el poder de las Tinieblas.  Sobre su arte literario había hablado en el artículo Hawthorne and his Mosses, aparecido en el periódico The Literary World en el mes de agosto de 1850.
Ese mundo que parece surgido de un espejo obscuro es el que habita ésta narración de Hawthorne que hoy ocupa la entrada de éste blog.  La entrada a la historia que cuenta no puede ser más sugestiva:
Hace muchos años, un joven llamado Giovanni Guasconti abandonó el sur de Italia para proseguir sus estudios en la Universidad de Padua.  Los pocos ducados de oro que constituían toda su fortuna sólo le permitieron alojarse en una habitación alta y sombría, parte de un vetusto edificio cuya apariencia lo hacía digno de haber pertenecido a un noble paduano, y que, en efecto, lucía sobre el pórtico el escudo de armas de una familia desaparecida hacía ya mucho tiempo.  El joven forastero, que había frecuentado no pocas veces el gran poema de su patria, recordó que uno de los ancestros de esa familia, que acaso habitara esa misma mansión, había sido descrito por Dante como uno de los condenados a padecer las inagotables agonías de su Inferno.
Giovanni Guasconti se asoma al balcón de su habitación desde el que se contempla in hermoso jardín.  Pregunta si pertenece a la casa.  No, no es de la propiedad de la dueña que le alquila la habitación, su dueño es el doctor Giácomo Rappacini, investigador de los misterios de los venenos vegetales.  Podrá verlo mientras trabaja, e incluso a su hija, mientras recoge las extrañas flores que crecen en el jardín.
La portada de la edición que ilustra la cabecera de ésta entrada pertenece a la del año 1976 realizada en Buenos Aires, Argentina, por Torres Agüero Editor.  La traducción es de Mirta Meyer; la nota postliminar pertenece a ella y a Carlos Gardini.  Las ilustraciones que aparecen son de Max Ernst.
La hija de Rappaccini vió la luz por primera vez en 1844 y después pasaría a integrar el volumen Mosses from an Old Manse (Musgos de una vieja abadía) aparecido en 1846.
Actualmente es fácil de conseguir porque es un libro que se ha reeditado en varias ocasiones en diferentes editoriales (me refiero al cuento La hija de Rappaccini, tal cual).  Merece la pena que lo leas si no lo conoces.








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