martes, 3 de agosto de 2021

Frederick William Rolfe, Barón Corvo



Frederick William Rolfe, Barón Corvo
 (1860-1913)

El autor que ocupa esta entrada del blog es uno de esos escritores prácticamente desconocidos para el lector medio español, uno de esos autores malditos que existe en la larga nómina de nombres olvidados de la Literatura y que merecen la pena recuperar.

Frederick William Rolfe nacía el 22 de julio de 1860 en Londres.  Hijo de un fabricante de pianos, estudió en Oscott, en St. Mary's College.  Con 15 años se hizo maestro ejerciendo brevemente en el Colegio de Grantham, en Lincolnshire.  Su caligrafía, delicada y colorida (utilizaba tintas de diferentes tonalidades) más una capacidad aguda y sutil para construir textos de prosa extravagante y laberíntica, comenzó a forjarse cuando contaba 20 años de edad.

En su vida personal ocurrió un hecho fundamental: su conversión al catolicismo en 1886 cuando contaba 26 años.  Esto supuso el punto de fuga de la vocación que le acompañó durante toda su vida, el sacerdocio, vocación que resultó frustrada y que nunca llegó a realizarse.  En 1887 ingresó en el seminario de Santa María de Oscott y en 1889 estudió en el Scots College de Roma, instituciones de las que fue expulsado por su comportamiento errático motivado por la insolvencia a la hora de pagar el importe de las clases: vivía con un ritmo de vida por encima de sus posibilidades.  

Por aquella época, las últimas décadas del siglo XIX, Rolfe entró en contacto con el círculo de amistades de la duquesa Sforza Cesarini, una inglesa de nombre Caroline Shirley, nacida en 1818 y fallecida en 1897, que se casó con un aristócrata italiano a la edad de 18 años.  En 1890 conoció a Rolfe del que se compadeció al saber de sus cuitas académicas.  Lo adoptó como nieto y le concedió el título de Barón Corvo, convirtiéndose desde ese momento en el pseudónimo más utilizado por el autor.  El alias más usado, porque tuvo otros:

  • Rose (o Rolfe) - como clérigo tonsurado
  • Rey Clement (o Barón Corvo) - cuando escribía, pintaba y hacía fotografías
  • Austin White - como diseñador de decoraciones
  • Francis Engle - como periodista
  • Frank English
  • Frederick Austin
En ocasiones rubricaba sus obras con su nombre auténtico, firmando como Fr. Rolfe, cosa que inducía a pensar que la abreviación Fr. quería indicar su condición de clérigo (Fr. igual a Father) pero en realidad tan sólo jugaba con la ambigüedad porque no llegó nunca a ordenarse sacerdote aunque para él era la meta de su vida.  Tan solo era parte de su impostura, aunque llevara la coronilla de su cabeza tonsurada.

A la literatura dedicaría su vida, después de buscar vías de expresión a través de la fotografía y de la pintura.  Cuando comenzó su relación de protegido de la duquesa Sforza Cesarini y pasaba sus días en Roma conoció los trabajos de dos fotógrafos que influirían profundamente en su forma de entender el arte fotográfico: el barón Wilhelm von Gloeden (1856-1931) fotógrafo alemán que desarrolló su carrera principalmente en Taormina, Italia, conocido por sus estudios de desnudos de jóvenes sicilianos que aparecen generalmente con poses muy cuidadas, en marcos de referencias clásicas; la otra figura del arte fotográfico que le influyó fue Wilhelm Plüschow, alemán emigrado a Italia que italianizó su nombre en Guglielmo Plüschow (1852-1930).  Alcanzó fama con sus fotografías de desnudos de jóvenes italianos, pedrominantemente muchachos, aunque también fotografió a mujeres jóvenes.  

El seminario en el que estudiaba Rolfe en Roma, el Scots College, estaba en la calle Sardegna, muy cerca de Vía Veneto.  En dicha calle, Plüschow tenía su estudio de fotografía y cuando Rolfe fue expulsado del seminario comenzó a frecuentar el domicilio del fotógrafo cuya obra le impresionó tanto como para seguirle fielmente.  Aunque Plüschow fotografiaba mujeres el tema central de sus instantáneas era el desnudo masculino, muchachos jóvenes italianos que aparecían en poses de carácter clásico griego y romano.  Lo mismo ocurría con la obra del otro referente fotográfico, Gloeden.



Guglielmo Plüschow (1852-1930)


 

Fotografía original de 
Guglielmo Plüschow



Wilhem von Gloeden
 (1856-1931)




Foto original de Wilhem von Gloeden


Rolfe estuvo interesado en la fotografía toda su vida, pero en la práctica no pasó de ser una vía de expresión.  Se hizo amigo de un grupo de ragazzi locales de Genzano, con quienes exploró el campo local.  Desarrolló con cierta destreza técnicas de color y fotografías subacuáticas pero progresivamente fue perdiendo interés y los modelos que posaron para sus creaciones fotográficas se convirtieron en personajes de sus relatos y novelas.  


































Dos instantáneas realizadas por Rolfe, con modelos en posturas menos explícitas que las que retrataban sus admirados Plüschow y von Gloeden.  Sus trabajos fotográficos se recogieron en la obra The Photographs of Frederick Rolfe, Barón Corvo 1860-1913, de Donald Rosenthal, que se publicó en 2008 

Otra de las vías de expresión que utilizó fue la pintura que cultivó en la década de los 90 del siglo XIX.  Era habilidoso y realizó diferentes encargos con temática religiosa, además de diseñar la cubierta de varios de sus libros con dibujos y pinturas de su creación.
Italia fue un crisol de influencias para Rolfe, una fuente sin fin de inspiración.  Tuvo mucho que ver el amparo que le ofreció la duquesa Sforza CesariniCaroline Shirley.  Lo invitó a pasar el verano en el Palazzo Sforza Cesarini en Genzano di Roma, en las afueras de la capital, donde obtuvo una visión duradera de la historia y el carácter italianos.  
De vuelta a Inglaterra, Rolfe tenía tres aspectos de su vida absolutamente claros, trasparentes y diáfanos como la luz del día: su vocación frustrada de sacerdote, su vocación como escritor y su homosexualidad.  Su orientación sexual, explícita, no le dio problemas.  Lo tenía asumido y nunca provocó el más mínimo escándalo aunque, al final de su vida como ya veremos, adquirió ciertos tintes siniestros.
La duquesa Sforza Cesarini, durante la estancia de Rolfe en Italia, lo amparó económica y humanamente, pero cuando su protegido volvió a su país le retiró toda asignación y perdieron el contacto.  Comienza entonces una larguísima lista de penurias para el Barón Corvo que se verá en la tesitura de pedir dinero prestado a amigos para poder subsistir con la firme promesa de devolver los montantes debidos una vez recibiera los importes por derechos de autor.  Desgraciadamente dicha retribución por su labor como escritor nunca llegó a cubrir las deudas y siempre anduvo retrasado en sus pagos.  
La primera obra que publicó data de 1880, Tarciso, el muchacho martir de Roma en la Persecución Diocleciana.  Italia será el marco protagonista de sus primeras obras literarias, de Italia se llevaría en el corazón la memoria de aquellos muchachos que sirvieron como modelos en sus fotografías y a los que inmortalizaría en las narraciones que forman Las historias que Toto me contó (Stories Toto Told Me), de 1898, una colección de seis historias que posteriormente extendió a treinta y dos y que serían publicadas de nuevo con otro título, A su propia imagen (In His Own Image), de 1901.  Narra las excursiones que realizan a pie por la campiña italiana Don Friderico (alter-ego de Rolfe) junto a su acólito adolescente de 16 años Toto, que mientras caminan relata cuentos de santos que se comportan como dioses paganos.  Las historias están cargadas de superstición y de elementos católicos; los santos que aparecen son hedonistas, vengativos aunque no licenciosos y están totalmente cómodos con la desnudez, cosa diametralmente opuesta al ideal de santidad católica.
Este es el comienzo literario del Barón Corvo cuya producción traducida al español es mínima con respecto al total de las obras que dejó.  
La primera vez que se tuvo oportunidad de oír hablar del Barón Corvo en España fue en 1982 cuando la editorial Seix Barral publicó En busca del barón Corvo.  Un experimento biográfico, de A.J.A. Symons, con traducción de Jordi Beltrán.




Esta es una edición para amantes del coleccionismo porque la misma traducción de Jordi Beltrán vería la luz en el año 2005 en la editorial Libros del Asteroide, viendo una segunda edición después por el mismo sello en el año 2019.






Alphonse James Albert Symons (1900-1941) fue un escritor y bibliógrafo inglés.  Hijo de  inmigrantes judíos nacidos en Rusia, fue autodidacta y en su juventud ejerció de aprendiz de peletero.  Pero su pasión eran los libros y en 1922 fundó el Club de la Primera Edición para publicar ediciones limitadas y organizar exposiciones de manuscritos y libros raros.  En 1924 publicó una bibliografía de las primeras ediciones de las obras de Yeats.  Entre las biografías que dejó están Emin, gobernador de Equatoria, sobre la figura de Mehmet Emin Pasha, médico, aventurero, naturalista, explorador alemán y gobernador de la provincia egipcia de Ecuatoria, en la región del Alto Nilo; Biografía de Henry Morton Stanley, sobre la figura del famoso explorador británico y sus incursiones en la entonces misteriosa África Central en una de las cuales encontró al desaparecido David Livingstone.  Ninguna de las dos obras recaló con mucho brillo entre los lectores, sin embargo, cuando en 1934 publica En busca del barón Corvo. Un experimento biográfico su nombre adquiere ecos de importancia porque su obra más allá de una simple y mera biografía.  La narración de 
En busca del barón Corvo está estructurada como una investigación detectivesca: en vez de ser una sucesión cronológica de hechos que van trazando el camino desde el nacimiento hasta la muerte del autor investigado, lo que se va organizando son una serie de aspectos contados tanto por personas que le conocieron en vida, algunos incluso que llegaron a trabajar con él, y por las cartas que se cruzan en la investigación de Symons, relación epistolar de Rolfe con diferentes amigos y conocidos, algunos de los cuales vivían aun cuando el autor de la biografía estaba organizando el relato de los hechos.  A su vez, Symons entabla una correspondencia fluida con personas a las que les ha llegado la noticia de que se está gestando una biografía sobre la figura del barón Corvo y se ponen a disposición del responsable de dicho proyecto por si pueden aportar algo.  Testimonios que van a funcionar como esas pruebas inconexas en una investigación y que un día adquieren sentido y significado.   Todo ayuda a descubrir diferentes matices del perfil relacionados con el carácter de Rolfe.
El barón Corvo era, y es, un autor desconocido, uno de esos escritores raros por los que sentía especial predilección el autor de su biografía.  El mismo Symons, al comienzo de su obra sobre Rolfe, lo confiesa:
   Mi búsqueda de Corvo empezó accidentalmente una tarde del verano de 1925, hallándome en compañía de Christopher Millard.  Estábamos sentados en su pequeño jardín, holgazaneando y hablando de los libros que no alcanzan los elogios e influencia que se merecen.  Mencioné "Wylder's Hand", de Le Fanu, una obra maestra en lo que a la trama se refiere, y las "Fábulas Fantásticas", de Ambrose Bierce.  Tras una pausa, sin hacer ningún comentario sobre mis ejemplos, Millard me preguntó: -¿Has leído "Adriano VII"?  Le contesté que no y ante mi sorpresa ofreció prestarme un ejemplar.  Digo que ante mi sorpresa porque mi compañero prestaba sus libros en muy raras ocasiones y siempre de mala gana.

Symons dedicó gran parte de su energía a la buena vida.  En 1933, un año antes de escribir y publicar la obra sobre Frederick William Rolfe, fundó la Wine and Food Society, una organización que se dedicaba a establecer categorías entre las cocinas de los restaurantes y bodegas de Inglaterra y del resto de Europa.  Fallecía en 1941 de un tumor en el tronco del encéfalo.  Dejó varias obras sin acabar entre otras una esperada biografía de Oscar Wilde que quedó incompleta. 

No es necesario leer En busca del barón Corvo antes de leer al mismo barón Corvo pero sí aconsejable, puedo afirmar que imprescindible una vez se conozca su literatura, su producción narrativa extraordinariamente escasa en su traducción española.

Ahora es momento de centrarnos en la primera novela de Rolfe que vio la luz en nuestro país, la misma obra que conoció su biógrafo A.J.A. SymonsAdriano VII.






En 1988, la editorial Siruela a través de su colección EL OJO SIN PÁRPADO publicaba Adriano Séptimo, la novela más famosa de Rolfe, publicada a principios del siglo XX, en 1904.  Traducida por Ana Poljak apareció con el diseño de cubierta que hizo para su primera edición el mismo autor.
Las narraciones de Rolfe tienen como punto de fuga, habitualmente, un hecho de su vida, acontecimientos ocurridos que o bien sublima o bien somete a catarsis para asimilarlos, si es que podía.  Sus dos grandes referentes vocacionales fueron la literatura y el sacerdocio.  Este último, vocación frustrada porque no pudo ordenarse sacerdote al no acabar sus estudios en el seminario por motivos económicos como ya se ha dicho más arriba, le serviría para cargar de veneno las tintas coloreadas que utilizaba para escribir en sus cuadernos y redactar una historia que partía de la realidad para levantar todo un disparate de ficción: George Arthur Rose (especie de alter ego de Rolfe) un humilde inglés que vive en un suburbio londinense, es rechazado en sus pretensiones de ser ordenado sacerdote.  Un día recibe la visita de ciertos superiores del Estado Vaticano dispuestos a rehabilitarlo para que finalice sus estudios en el seminario y pueda ser ordenado sacerdote.  Sienten mucho lo ocurrido, etc, etc.  Pero lo que George Arthur Rose ignora son los intereses y las causas por las que se producen tanto esa visita como todo lo que significará la institucionalización de su voto como sacerdote, la rapidez con la que terminará sus estudios de sacerdocio y la ceremonia de ordenación.  Hechos tan ligeros como la labor del barbero que le cortó los pelos de la coronilla para hacerle la tonsura.  Sí, prisas, porque el Cónclave, reunido en la Capilla Sixtina, no consigue la fumata blanca.  Se mantiene la fumata negra.  No hay posibilidad de encontrar una figura que pueda adaptarse al papado, no se ponen de acuerdo.  Y sólo se les ocurre rescatar, del pasado inmediato, la figura de aquel estudiante llamado George Arthur Rose.  Y llegará a Papa con el nombre de Adriano, escogido porque Adriano IV fue el único Papa inglés y Adriano VI el último Papa no italiano (era de origen neerlandés).  Así que George Arthur Rose será el Papa Adriano VII, y se embarcará en un programa de reformas eclesiásticas y geopolíticas comenzando por vender todos los tesoros que posee el Vaticano para poder compartir las riquezas con los pobres, siguiendo literalmente las enseñanzas del Maestro.
Adriano Séptimo es, probablemente, la obra que mejor recoge ese espíritu vengativo incruento por parte de Frederick Rolfe: hace desfilar a todos los que, según él, le hicieron imposible acabar sus estudios en el seminario, desde profesores a directores, pasando por jefes de estudios.  Todos los personajes son reales y aparecerán con los nombres y apellidos debidamente cambiados para poder volcar sobre esas figuras toda la rabia y acidez de los comentarios del autor, dotado de una elocuencia extraordinaria para trenzar una prosa laberíntica que no lleva a la carcajada pero sí a la sonrisa cómplice.  El poeta y ensayista W.H. Auden estimaba más las cartas que escribió Rolfe que su obra de ficción.  Decía que el Barón Corvo
tenía todo el derecho a estar orgulloso de sus garras verbales...  Un gran vocabulario es esencial para el estilo insultante y, Rolfe, a base de estudio y constante práctica se convirtió en uno de los grandes maestros del vituperio

Italia ocupaba un rincón amplio en el corazón y el alma del Barón Corvo.  En su haber tiene uno de los mejores trabajos que se han realizado sobre los Borgia, Crónicas de la Casa de los Borgia (Chronicles of the House of Borgia) de 1901 e Italia estaría presente en un gran grueso de su producción.

En Inglaterra se sentía agobiado por su situación, además de incomprendido, menospreciado, siempre pidiendo, solicitando ayuda económica.  En el año 1907 vuelve a Italia en compañía del profesor y arqueólogo R.M. Dawkins.  Sería el principio del fin de su vida.  Seguiría dando sablazos a diestro y siniestro: escribía cartas despóticas a sus amigos ingleses, a sus editores en Inglaterra, exigiendo adelantos por los manuscritos que iba a enviar.  Agotó las posibilidades de continuar una relación mínimamente sana con el profesor Dawkins a quien desplumó concienzudamente hasta que se negó a seguir pagándole estancias en hoteles y comidas pantagruélicas regadas con vinos de primera. 

  De 1909 data El deseo y la búsqueda del todo (The Desire and Pursuit of the Whole) publicada años después en Londres, en 1934.  Venecia ocupada por turistas ingleses, excéntricos, diletantes, que pululan por las calles y canales de la ciudad.  Partiendo de una frase de El Banquete de Platón, la misma que él utilizó para bautizar su obra, en la novela el amor designa el deseo y la búsqueda del Todo.  Los protagonistas, Nicholas Crabbe (seudónimo del mismo Rolfe)  y Zildo, una muchacha andrógina que puede ser un muchacho, viven una historia de amor, columna vertebral de la narración.


Que la obra de Frederick Rolfe está mal tratada en España es un hecho, una realidad.  ¡Ojo!  Mal tratada significa que tan sólo hay dos obras suyas publicadas, no que esté mal traducido, todo lo contrario.  Tanto Adriano Séptimo reseñada más arriba como ésta, El deseo y la búsqueda del Todo, publicada por Valdemar en su colección Planeta Maldito en el mes de abril del año 2003, con traducción de Marta Pino Moreno, están magníficamente pasadas a nuestro idioma.

Es lo único que hay en español de la producción del Barón Corvo, de su narrativa de ficción porque también en el corpus de su producción se incluyen sus cartas, inéditas hasta el momento, la correspondencia que cruzó con otras personas relacionadas con el mundo de la cultura, cartas que muestran con claridad meridiana el perfil de nuestro hombre, de carácter particularmente difícil: sus trastornos psicológicos, su cuadro maniaco-depresivo, la paranoia que lo persiguió a lo largo de su vida, que motivó que algunos libros no vieran la luz sino después de haber fallecido.  Hubo proyectos de ediciones de obras que trabajó a medias con otras personas que se comprometían a aportar el capital necesario para que dicho libro viera la luz.  El apoyo se vería reflejado en la portada del libro donde los nombres de ambos aparecerían compartiendo autoría, cosa que para Rolfe significaba que, en el fondo, lo que querían era usurpar su figura y que el otro adquiriera la categoría de autor único.  O él mismo, Rolfe, era el que sugería que el nombre de su benefactor estuviera presente en la cubierta, para después desdecirse a través de cartas insultantes en las que rechazaba todo, ayuda y buenas intenciones.



El barón Corvo en una de las estancias en las que vivió en Venecia


Se relacionaría con el núcleo de ingleses que vivían en la ciudad de los canales.  Derrocharía el dinero que lograba por prestamos de amigos y lo gastaría, por ejemplo, en comprarse una góndola con la que recorría los canales realizando, a veces, actos altruistas transportando a personas necesitadas hasta el Hospital o a quien tenía que llegar a una cita para la que ya llegaba tarde.  Utilizaba las aguas de los canales como piscina: se desnudaba y se sumergía para nadar un rato.  En parte se asemejaba a Lord Byron que, cuando pasó un tiempo en Italia, al vivir unos meses en Venecia, cuando le invitaban a una cena y le ofrecían una góndola para que le recogiese, daba las gracias asegurando que llegaría por sus propios medios.  Sus propios medios no eran otra cosa que recorrer la distancia que le separaba desde su estancia hasta la casa o palacio al que tuviera que acudir, a nado.  Estudiaba los canales por los que tendría que discurrir y una vez planificado, su mayordomo caminaba por las aceras y puentes, siguiendo a su señor, guardando para él un albornoz y toda la ropa y accesorios indispensables para que se acicalara como era su costumbre inmediatamente antes de llegar a la cita concertada.  A Rolfe, tal vez, le hubiese gustado tener un ayuda de cámara como el que tuvo Byron, pero se contentaba con enredar los pies en las algas subacuáticas de los canales y en dormir al raso en su propia góndola, abrigándose con pieles de fieras africanas.
Podría haber terminado sus días como un excéntrico, una figura extravagante que no congeniaba muy bien con sus paisanos asentados en Venecia, un escritor inglés cuyo reconocimiento del arte literario que había cultivado se reconocería cuando ya no pudiese disfrutar del eco de los aplausos tardíos, pero en vez de eso, con su actitud al final de sus días, dio argumentos a sus detractores: comenzó a ejercer de proxeneta y a tejer una red de chaperos en Venecia para satisfacer el apetito perverso, la lascivia de ciertos turistas extranjeros que buscaban experiencias decadentes en la ciudad más lánguida por antonomasia.  Una tarde/noche, al volver a la pensión donde vivía, cayó desplomado ante su cama: era el 25 de octubre del año 1913, y el barón Corvo dejaba de existir con 53 años.  Nos queda su obra, brillante, una mirada colorista y lúdica, oblicua, sobre la Vida y mucho más.