lunes, 29 de abril de 2019

Presentación de "La caja de lápices" en Sevilla





El viernes 26 de abril a las 7.15 de la tarde, en Sevilla, en el local de La Carbonería, se presentó la obra La caja de lápices, de la que soy autor.  Editada por Ediciones En Huida, a la que estoy profundamente agradecido, contó con la participación del poeta, traductor y ensayista José Antonio Moreno Jurado.  Fue un honor contar con un padrino así por todo lo que José Antonio supone y significa en la Cultura (con mayúsculas): Premio Adonáis de Poesía en 1973 y Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez en 1985, por citar algunos de los muchos galardones que posee.  A él lo conocía por una foto que había en el local de la librería Padilla cuando estaban en la calle Laraña, antes del hundimiento del techo que motivó el traslado de la librería.  Un día tuve la suerte de coincidir con José Antonio en el local.  Conocía algo de su poesía y sobre todo su labor como traductor de griego.  En aquel entonces leía la Antología de la Poesía Neohelénica (La Generación de 1940) traducida por él, edición con prólogo y notas del autor.  Recuerdo que le dí las gracias por traducir y dar a conocer a poetas como Héctor Kaknavatos, Andonis Dekavales y tantos.  Que si los conocía me preguntó.  No, los conocí gracias a sus espléndidas traducciones.  Desde entonces y hasta hoy, cualquier texto que escribo pasa por sus correcciones y sus sabios consejos para pulir cualquier idea.  He tenido el honor y la suerte de contar con su colaboración para presentar la obra y a continuación reproduzco, con su permiso, las palabras de su discurso de presentación.


"Es posible que no sea demasiado objetivo en la presentación de este libro de mi querido Enrique, La caja de lápices,  por aquello de la amistad.  Es más, sigo viviendo aislado, voluntariamente, de todo acontecimiento literario, libre e independiente de grupos literarios, de entidades, de asociaciones, de manejos universitarios y sólo la amistad podía venir a sacarme, aunque sea un momento, de mi propio estado.  Sin embargo, ahora que tomo conciencia de ello, tal vez sea mejor presentar un libro por amistad que por interés, como sucede con frecuencia en estos avatares.  Y la mejor jurisprudencia me la brindan las Moralia de Plutarco.  Dice en su opúsculo titulado Sobre la abundancia de amigos: ...el amar y ser amado no es posible entre muchos...el alma que ha nacido principalmente para amar, al ser dividida entre muchos, se marchita...todas estas cosas son contrarias a la abundancia de amigos..., para terminar con estas palabras: Pero la amistad busca un carácter estable, sólido y constante en un solo lugar y trato.  Por ello, un amigo fiel es raro y difícil de encontrar.  Este concepto de Plutarco se aviene estupendamente a mi amistad con Enrique, que no es amistad de Facebook.  En efecto, conocí a Enrique hace bastantes años, cuando me pidió que leyera y le diese mi opnión sobre una voluminosa novela que escribió por entonces sobre los personajes de Sansón y Dalila.  Y lo recuerdo bien, aunque no me acuerdo de fechas exactas, porque la lectura de su novela me ocupó más de un mes mientras cuidaba de mi madre en el hospital.
Pero el libro que presentamos hoy posee unas cualidades y unas concepciones que distan bastante de aquel primer libro suyo.  A grandes rasgos y siempre bajo mi propia perspectiva, el libro debería dividirse en dos secciones, indiscutiblemente complementarias, que sitúan al lector en dos determinados, concretos quiero decir, ambientes geográficos.  Y cada uno de estos ambientes posee su propia circunstancia.  Uno, el Japón de la caja de lápices y de sus posibles 120 colores, y otro, este sur de Andalucía que nos es tan conocido y tan familiar.  Entre los dos, existe una diferencia abismal, en cuanto a tonos y realidades.  El primero está dotado de un sentido poético, que emana tanto de la voluntad del autor como del objeto en sí mismo, la búsqueda de lápices de colores y la sorpresa de los elementos poéticos que los mismos colores entrañan.  Incluso adivinamos en la búsqueda de los colores una especie de realismo, no mágico como sucede en la novela sudamericana, sino animista.  Es decir, la búsqueda de colores llenos de vida, colores llenos de espíritu o de alma, que transmiten sentimientos y sensaciones diferentes.  Intentaré aclararlo un poco más.  Quiero decir que el único color que existe en la caja de lápices es el negro, es decir la base de la escritura y el color de los lápices restantes se dará únicamente en virtud de la palabra y por ello la palabra crea en sí misma un color determinado.  Ese es el sentido poético al que me refiero: la metáfora de la palabra que engendra color y, por ello, vida.
El segundo ambiente, nuestro sur, supone un cambio de tono hacia el contacto con la realidad que nos envuelve, hacia la vida común, abigarrada, hacia las situaciones más grotescas, irrisorias, de la ramplona vida de sus personajes, que no confunden la realidad y el deseo como dicen los poetas, sino la realidad y la estupidez.  El deseo de conseguir riqueza y la estupidez que supone la forma de conseguirla.
De hecho, los dos ambientes están marcados por la utilización de dos lenguajes diferentes.  El tono de un lenguaje, en el primer ambiente, el japonés, como digo, comedido, sereno, inquietante, lleno de misterio y a veces de poesía, y el tono coloquial en el segundo ambiente, el tono lingüístico de la vida misma, no sólo en las expresiones y en el lenguaje de los personajes, sino también en el tono de los pasajes descriptivos.  Dos formas de la lengua que ayudan indudablemente tanto al desarrollo de la acción como al seguimiento del propio lector.
A todo lo largo de la novela, el autor, nuestro querido Enrique, se muestra como un narrador omnisciente.  Enrique es Julián Hervás, no porque el autor se identifique con el personaje, sino porque sabe todo lo que sabe su personaje.  Narra lo que ve, no lo que supone.  Sabe todo lo que ocurre.  Tiene en sus manos todos los resortes de los personajes.  No se cierra una puerta y los personajes hacen tras ella cuanto se les ocurra, de manera que los lectores no sepamos lo que hacen a cada instante o lo que hacen dentro.  Esta manera de ser narrador omnisciente le permite tocar en vivo las situaciones, las emociones, los sentimientos y las frustraciones de cada uno de los personajes, de manera que el autor posee siempre la llave de las situaciones.  Y, por ello, la cierra o abre a medida de su propio interés narrativo.
Pero a este empleo de la lengua y a esta perspectiva del narrador, los dos elementos que acabamos de tocar, hay que sumar otro elemento que creo sustancial, incluso esencial en la novela: el carácter irónico, en ocasiones casi sarcástico, de las situaciones que se narran.  Un tono irónico que se nos da en dos direcciones diferentes.  Primero, como ironía del mundo real en que vivimos, como ironía de la mediocridad, como apuntes o notas, si miramos al contrario, es decir, por oposición, para un sentido ético de la existencia.  Segundo, como ironía que conduce a la risa, a la caricatura, al humor, pero nunca al desgarro emocional de los personajes.  Debo confesar cuántas veces reí en la soledad de mi habitación ante las diferentes y numerosas situaciones cómicas de la novela.  En efecto, cuando los pretendidos narcotraficantes arrojan sobre los bañistas de la playa sus narcóticos recién fabricados, para que todos conozcan sus nuevos productos y se aficionen a ellos, y cuando toda la playa se llena de alegría y de colocones, como se dice hoy, no sabía si estaba más allá del surrealismo de Buñuel o más allá del humor de Miguel Miura o Jardiel Poncela.  La escena, para mí, está llena de humor y de ironía.  Pero repito que todas estas situaciones son un reflejo cómico de la realidad y que su empleo por parte de Enrique persigue, entre otros intereses, la caricatura de un mundo que vive entre la pérdida de los valores esenciales y la continua presencia de la estupidez humana.  Sean cuales sean esos valores y sea cual sea esa estupidez.
Por todo lo dicho, los lectores tienen dos formas o dos caminos a los que tienen que enfrentarse en la comprensión de la novela.  Seguir o dejarse arrastrar por los acontecimientos que se narran en cada color, es decir, pasar un momento agradable de risa y de situaciones diferentes o, dándole la vuelta, comprender el sentido de la ironía, de lo ridículo, de lo mediocre, que constituyen sin duda una caricatura de nuestra sociedad actual.  De esa manera, cada color es una historia en sí misma.  Como si, en una orquesta, cada color representase al viento, a la cuerda y a la percusión.  Hasta el momento final en que la orquesta, al llegar al allegro más explosivo, estalla en la unión de todos los instrumentos, es decir, en la mezcla de todos los colores".

José Antonio Moreno Jurado  


Después fue mi turno.  No puedo reproducir aquí todo lo que dije porque las palabras que utilicé fueron producto de la improvisación.  Cierto es que llevaba un guión escrito que apenas utilicé, que en realidad tomé como punto de fuga para algunos aspectos del proceso creativo que, al fin y al cabo, era de lo que podía hablar porque la obra quedó extraordinariamente radiografiada con las palabras que dijo José Antonio.  Así que hablé de mi doble relación con la literatura.  Primero, como lector, porque como bien dice Alberto Manguel cuando le preguntan, antes que escritor soy lector.  Y después de leer viene la función creativa.

Como lector tengo el hábito de lectura tan interiorizado que leo en cualquier lugar, a cualquier hora, en las situaciones más insospechadas: soy capaz de leer en medio de una manada de elefantes barritando.  Como escritor es otra historia: aunque soy disciplinado a la hora de ejercer la actividad creativa me vence un cierto espíritu errático que me lleva  a escribir hoy, mañana, durante uno, dos meses, para caer después en épocas de desanimo, de desapasión, con respecto a la historia que tenga entre manos.  Como si de noviazgos desencantados se tratase, relación con amantes cansinos que, tras un primer e intenso enamoramiento, se vuelven pálidos reflejos de desamor y se van.  Vuelvo a ellos, o no, tal vez son otros amores literarios, otros manuscritos que comienzo para, llegados un punto, ya sea un nudo difícil de resolver o, sencillamente, un límite en el interés, vuelva otra vez el desamor, la falta de interés...  No sé si te habrá pasado, imagino que sí, que la lectura de un libro que has comenzado a leer no te atrapa.  No sé si eres de las personas que abandonan la lectura de esa obra y buscan otras porque hay quien, aún no gustándole, sigue hasta el final.  Soy de los que abandonan un libro si no consigue atraparme y, en ese aspecto, me comporto con amplia generosidad: no llego a la página 20 solamente, avanzo y puedo alcanzar la número 100 de un total de 300.  Pero cuando abandono, cierro y busco otra historia.
Decía el escritor francés Julien Gracq que escribir es una forma de leer.  La primera persona que lee una historia, larga o corta, novela o ensayo, es la persona que escribe, la que se enfrenta al vértigo del papel en blanco que llega a ocupar toda la mesa, o a la página virtual en el ordenador, que parpadea de forma imperceptible y, casi, resta fuerza y voluntad, como si del mineral kryptonita se tratase, influyendo sobre Superman.  A veces se cruzan desiertos creativos y durante años no se saca nada a la luz.  Entre mi primer libro editado, Sansón-El jardín del asfódelo, y éste que tengo ahora entre mis manos, han transcurrido 17 años.  Ese tiempo pasado no significa que no haya hecho nada.  He ensayado historias que no han continuado y han desaparecido en los días sin nombre.  Otras han empezado y se han parado.  Casi llegué a aceptar que la fuente se me había secado y que ya no tenía interés por contar, por hacer algo.  Sin embargo, el tábano de la creatividad seguía aguijoneándome.  El volcán de las ideas, aunque en apariencia inactivo, seguía produciendo ruidos subterráneos: tocaba la lava solidificada y, en efecto, estaba fría.  Pero bajo esa primera capa de roca algo transmitía calor, como si el magma siguiera vivo, borboteando.
A lo largo de estos años pasados algún que otro proyecto (una revista virtual con otras personas, posibles colaboraciones en diferentes campos que no han prosperado) me han tenido en una constante reelaboración de los aspectos más dinámicos de la creatividad.  No es que no haya terminado nada: concluí alguna narración más o menos larga, breve, he escrito algún que otro soliloquio, pero los he ido guardando en un cajón.  Comencé un programa de música en Radio Tomares, Cíclope 3.0, con el que sigo y con el que levanté un dique poderoso para sostener las aguas negras de la esterilidad.  Con el blog Lágrimas de Valium construí la otra pared del dique y, por en medio, me dejaba llevar por el viento, hacia delante.  Quieto no estaba ni lo estaré.  Por diversificarme hasta empecé a estudiar la lengua china que, por puro desanimo prosaico, nada literario, abandoné.  Más productivo me resultó comenzar a estudiar Psicoanálisis, realizando en grupo un estudio pormenorizado y exegético de los textos y obra de Sigmund Freud y Jacques Lacan.  De hecho, leyendo los textos de Lacan donde habla del Inconsciente y cómo está estructurado como un lenguaje, supuso la adquisición de unas herramientas fundamentales para el desarrollo de mi actividad literaria creatívamente hablando.  Fue precisamente en una clase donde se produjo una especie de epifanía que me devolvió un punto de inflexión desde el que recuperé lo que creía agotado, finalizado, marchito: el volcán de las ideas explotó con una lava no abrasiva sino invasoramente (si se me permite la palabra) positiva.  Y todo por una asociación libre de ideas que surgió cuando el profesor explicaba un concepto.  Fue semejante a recuperar la luz eléctrica no sólo en la habitación sino en la vivienda entera.  Es más, no sólo en la vivienda sino en el bloque de pisos.  Y más aún: en la urbanización completa.
Con esa disposición retomé uno de los manuscritos que tenía empezado y que no abandoné en todos esos años pasados, es más, era uno que la última vez que estuve trabajando en la historia que contaba había sido durante el año 2015.  Ese manuscrito era La caja de lápices.  Habitualmente no empiezo a escribir una historia por el comienzo, no necesito la primera frase como pistoletazo de salida sino que arranco desde una o varias circunstancias, centrándome en una sóla, para en un movimiento metonímico hacia delante y hacia atrás ir construyendo con palabras una narración.  Hay cosas del argumento que desconozco, que se me van descubriendo a medida que avanzo escribiendo-leyendo.  Decía el gran escritor irlandés Flann O'Brien que si se tira una piedra no se sabe con antelación dónde caerá.  Esto en La caja de lápices se cumple a rajatabla.  Con la redacción de ésta obra he aprendido lo que el autor argentino Andrés Neuman asegura en uno de sus aforismos

El sentido no precede a la obra: es su conquista

La génesis de ésta narración se remonta al año 2005, cuando paseando con Lola por la playa de Conil, una calurosa mañana del mes de julio de ese año, vi pasar una avioneta con una pancarta en la cola, anunciando no sé qué.  Pensé que podía ser un elemento en una historia en la que el piloto de la avioneta, un poeta, escribía poemas en folios de papel que mandaba plastificar para así poder lanzarlos desde la avioneta en pleno vuelo.  Nunca jamás las ideas desde las que arranco terminan cuajando como guía de una historia, jamás.  Sansón-El jardín del asfódelo era, en principio, una historia de ultratumba protagonizada por una vampira cuyo título era El jardín del asfódelo.  Terminó siendo una semblanza de la vida y muerte de los mitos bíblicos de Sansón y Dalila.
La caja de lápices la escribí definitivamente entre abril de 2017 y enero de 2018.  El punto de fuga de la obra se centra en un personaje, Julián Hervás, Profesor de Educación Física que se enfrenta a su jubilación.  Se desvincula de la actividad docente para encontrarse con algo que el Destino le tiene reservado: la coordinación de la Delegación Española de Atletismo en los próximos Juegos Olímpicos que tendrán lugar en Tokio, Japón.  Visitando la ciudad de Kioto como un turista más, Julián Hervás encuentra en una tienda de objetos peculiares una caja de lápices incoloros excepto uno, de color negro.  Para dotar de tonalidad los lápices tendrá que escribir una historia que nombre los colores y así, en una especie de transustanciación, irán adquiriendo color el resto de lápices.  Es un reto a su creatividad siempre pospuesta, un desafío que adquiere forma en las diferentes narraciones que conforman la obra.
Cerré mi intervención leyendo el contenido del capítulo titulado Negro.  Te dejo que lo descubras cuando leas La caja de lápices que espero disfrutes tanto como yo lo he hecho con su redacción.


Si quieres adquirir el libro a través de la Red puedes hacerlo en éste enlace:

https://www.edicionesenhuida.es/producto/la-caja-de-lapices/



A todos los amigos y amigas que estuvisteis en La Carbonería para la presentación, muchas gracias.  Las fotos las hicieron Lola Pérez, María José Carmona y Antonio Rial.  Gracias a los tres.



Público asistente



José Antonio Moreno Jurado
a la izquierda, servidor a la derecha











  

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