jueves, 29 de septiembre de 2016

Del Diario de la Espiral del Tiempo

Del Diario de la Espiral del Tiempo y De los Bucles del Deseo
Aunque entre tú y yo hay una distancia comparable a la que existe entre La Tierra y El Tártaro, aunque las palabras sean más leves que un yunque y no tarden nueve días y nueve noches en recorrer ese abismo, posiblemente te llegarían tarde: primero un eco de sílabas y, después, su significado en un sueño que no recordarías al despertar; por eso quisiera hacer un agujero en la tierra roja y cogerme de tu mano, Emperador, y pasear por la galería del jardín, entrelazados los brazos, como dos viejos amantes, conversando, reconocidos uno en la mirada del otro, riendo y jugando a buscarnos por entre las sombras de los árboles.      


        Soñar que nos hemos perdido, y volver a encontrarnos, como aquel día en el Jardín, cuando todo era posible porque no había nada descubierto por completo, nada terminado: aún quedaban vísperas de ritos y risas.  Tú te recostabas en suaves almohadones y yo dibujaba con los dedos mapas imaginarios en tu espalda desnuda.  Y en los mapas se trazaba un sendero de niebla a lo largo de tu columna vertebral.  Ascendía y se hacía humo.  Y el humo y la niebla invadían mi voz; y callaba.  Decías que allí, en ese valle que señalaba, crecían damascos y arándanos  con los que saciar el hambre, y serpenteaban arroyos de agua fresca donde los peregrinos podían calmar su sed.
        También había playas desde las que poder navegar hasta llegar a otras arenas; me contabas historias de barcos que transportaban a marinos de ojos glaucos y miradas que observaban con atención ensueños que les eran imposible describir.    Marinos que habían probado las hierbas que hacen soñar.  Sueños que les empujaban en pos de vientos que les llevasen a países que otros, antes que ellos, habían buscado, y que jamás habían vuelto.
        Cada uno tenía un destello de luz en su alma por el que veían una parte del perfil de la Catedral: era como una perspectiva múltiple de un mismo edificio la que se veía en el horizonte, cuando todos los marinos se asomaban a la borda del barco y buscaban, con mirada atenta, el agua jaspeada de colores que deja el salto de un delfín.
        Me rodeabas por los hombros con tu brazo y te volvías como sólo saben hacer los prestidigitadores: con un movimiento ingrávido pero seguro, absoluto, cierto, como el girar de las esferas celestes.
        Adormecido sobre tu hombro me contabas historias de países en los que nadie creía, porque nunca los han visto.  Historias de fareros que dejan por unos momentos sus torres de vigías y se bañan entre olas, embravecidas  sobre la red de aguas que empapan oblicuamente las arenas de la orilla.  Se dejan llevar, boca arriba, pensando.  Pensando en Nereo, el Anciano del Mar, rodeado de focas, saliendo de una de sus metamorfosis al amanecer, esperando (divino anhelo) la aparición de Helios.  Y dejan discurrir sus reflexiones sobre la espuma blanca blanca, corriente de aguas cálidas que abrazan a quien besa el Océano nadando.
        Una mirada se pierde.  Vaga en las alas de una gaviota que se sostiene con el viento.  Traza una elíptica en su vuelo que dibuja sombras en la arena.   La brazada de un nadador señala la dirección de una isla en la que vive alguien que es capaz de recitar el nombre de todos los ríos del mundo.
        Me entregabas el conocimiento de labios a labios, con un beso que nos olvidaba de todo, como si sólo existiese el calor tibio de nuestros cuerpos abrazados.  Regurgitaba de tu amplio pecho y me dormía entre tus brazos soñando con tapices de anémonas, narcisos y jacintos que quiebran la tierra día a día, empujada por las flores que laten dentro de una semilla verde, dormida y exenta del frío de la madrugada.
        Ausencia de la madre, calor de útero soñado desde el limbo; cazadores furtivos que se esconden cuando la tierra se abre y aparecen los primeros brotes de narcisos: tímidos, pero llenos de savia y agua de licor  que embriaga los sentidos.  Aromas que recuerda Aidoneo cuando, pequeño, jugaba a elevar volcanes.
        Sobre un campo de narcisos en flor soñó el Señor del Fuego con aquel rostro: Core siendo tan sólo una niña de seis años de edad; Core deseada y arrebatada en un carro que la lleva a través del silencio de los campos de asfódelos.  Y Deméter madre errando, sin consuelo, siguiendo el posible rastro de su hija desaparecida; recordando cómo aquella tarde, cerca del río, un toro blanco se acercó balanceando su musculoso pecho hasta donde se encontraba ella.  De cuello fibroso y prieto, tenía unos cuernos incipientes que resplandecían a la luz como si fueran dos diamantes.  No sintió temor alguno por aquel animal que se le acercaba con mansedumbre, con la cabeza agachada y casi sonriendo con su hocico rosado.  Un hocico que se hizo labios, labios rodeados de una barba blanca, azul, negra, amarilla, sol, trueno, rayo,...luz.  Deméter acarició la cerviz del animal, grande, hermoso, todo fuerza y protección.  Rodeó la cintura suave como la piel del melocotón: ella toma el apéndice inhiesto que se sostiene como una esbelta llama de nardos entre sus manos, y rodea con el anillo ardiente de sus labios el falo divino.
        Siente que el aroma de los lirios hace latir el deseo en su flor abierta.  Con una sonrisa transida de mercurio retiene la semilla de Zeus y dirige el manantial hacia  la zanja de su tierra bendita y fértil: toda ella Gea en ese instante: principio y fin del Amor.
        Pero nunca más saborearía el gusto lechoso y acaramelado del beso divino.  Como si Cerbero hubiese envenenado con su saliva la tierra inmaculada de su ánimo, Deméter perdió la inocencia: no había nada ni nadie como Zeus; estaba condenada a amarle detestando las formas que había adoptado hasta lograr lo que se había propuesto.
        Quiso apartar a Core del devenir de los caprichos divinos, pero cuando la encontró, la niña que había desaparecido era una mujer que desgranaba el fruto del Tiempo bajo la mirada ausente de un murciélago, a las puertas del reino de Hades.
        Ante Perséfone se extiende una alfombra de flores de asfódelo blanco.
        Y era un sueño cálido, una hoguera que volvía a encender la llama de la presencia del tiempo: fuimos los únicos no castigados cuando se dio a conocer el Fuego.    Sin embargo, la sombra del vuelo del águila sobre el Cáucaso hacía que me estremeciese con un sueño inquieto; pero tú me serenabas estrechándome más entre tus brazos.  Me besabas en la frente, como si injertases magnolias en mi mente anonadada por el recuerdo de paraísos sobrecogidos.  De nuevo resucitabas en mí la diadema ardiente, me despertabas al aura de un leve beso azul  soñado.
        Buscabas incienso con el que perfumar nuestra estancia; volvías con remolinos de Primavera y ponías gladiolos a los pies de la cama.  Rodeabas mi cintura con jazmines y, cogiéndome en brazos, me recostabas sobre los almohadones, altar de sacrificios incruentos donde comulgábamos con el aroma y la fragancia de los días de ocio en el Paraíso. 
        Llegaba la noche y, con ella, el olor del azahar de Eros.  Recitabas de memoria:
"Yo pondré pan, agua y moras silvestres
que te librarán de padecer hambre.
Y el rojo vino, regocijador del ánimo.
Te daré vestidos,
te mandaré próspero viento
para que llegues sano y salvo a tu patria tierra,
si lo quieren los dioses que habitan el anchuroso cielo,
los cuales me aventajan así en trazar designios,
como en llevarlos a término".*
        Yo jugaba entre tus hermosos muslos como si me hubiese perdido, sin brújula, por el océano.
        Nadaba, buscando noctilúcas que mostrasen la ruta perdida del esónida navegando hacia su amada Yolcos.  Y erguido como un faro en la costa de las tormentas,  columna más poderosa que el más sagrado tótem, se elevaba tu fortaleza.  Y la besaba, amado Emperador, ¿recuerdas?, y espuma blanca surgía de tu columna, sonrisa inhiesta de dios complacido, alegría de fuerza transida del celo de Eros, aguijón del estro amoroso que te devolvía a mí, cubriéndome como Urano a Gea: abrazo..., cielo cálido... , ternura de tu pecho... , cueva donde refugiarme de la intemperie del invierno, calor de hoguera en un sueño.
        Buscabas con tus besos el tálamo de mi vientre y me enseñabas que de mi espuma blanca podía surgir el canto de las Sirenas que no enloquece, y que la unión inmaculada de nuestros cuerpos era tan fuerte que ni la más férrea obsidiana podría sesgarla.
        Y, cuando extenuados nos dormíamos abrazados uno al otro, el príncipe Sebastián seguía despertando, siempre despertando, en una aurora dorada que ilumina las huellas plateadas en la orilla de la playa, frente a tu palacio, Emperador, donde alguien, arrodillado, reza: reza por ti, reza por mí, reza por la vida.
        Eso es lo que me dijiste un día, Emperador, mi bien amado: que si alguna vez nos perdiésemos, mi ánimo no decayese en la búsqueda, porque no faltaría nunca alguien que rezase por nuestro encuentro.
        Que rezase por mí, por ti, por la vida.
        Pero la sombra del paso del tiempo se hace cada vez más tenebrosa y, a veces, siento que ya no queda nada, no existe nadie, mi amado Alejandro, sólo yo: apátrida que busca el camino de un Imperio donde el padre ame tanto a su hijo que no permita su muerte.
        Sigo buscando el sendero que lleva hasta tu palacio; busco huellas en la orilla de la playa.
        Interpreto los signos de los modos del durmiente; símbolos que olvida las formas del que despierta.
        He enviado mensajeros.  Yo mismo me he vuelto correo, príncipe, sirviente, lacayo, bufón; he aprendido a beber el agua de lluvia como tú me enseñaste.
        Dejo invadir mi delirio por las señas que se corresponden con tu presencia: los jacintos en flor, las anémonas mostrando sus colores a la luz de la luna, las mariposas negras y azules que a veces entran por la ventana...; pero aún no has vuelto, ni yo he llegado.
        Hoy me ha parecido que una voz me susurraba al oído cuando despertaba.  He creído reconocer la sonrisa de la elocuencia en el alba, la luminosidad de una iglesia loca que recupera el alma que la había abandonado, como si una mano inocente encendiese todas las velas ante el sagrario.  He despertado con el suspiro que termina el desasosiego de una pesadilla.
        Como si nunca nos hubiésemos perdido.     
        Como si la mañana misma fuese la inmensa sonrisa de tu amplio pecho esperándome entre la niebla, como si me  dijeses: "...pero, si estoy aquí..."; y las estrellas que aún quedan cuando se hace el día han brillado, ignorantes e impotentes, con la rabia de las lágrimas de la ausencia, porque les faltaba tu bendición, el eco de la  bienaventuranza de tu voz diciendo: "...si algún día nos perdemos, que tu corazón no decaiga.  Una oración volverá a unirnos.  Recuerda que siempre, en algún lado, en una playa lejana, hay alguien rezando.
         Rezando por ti.
         Rezando por mí.
         Rezando por la vida".
        En la distancia, a la sombra de la Torre de Babel, un ángel observa a través de una ventana los sótanos donde Nemrod, insomne, ensaya medidas y longitudes sobre los planos del edificio.  A medida que la Torre es más alta, más confuso se hace subir por ella.
         Un niño que juega sin compañeros llora perdido en un vericueto del laberinto.
         Cuando llueve pueden oírse sus lágrimas.
A veces, las escucho.






NOTAS
* - HOMERO: "La Odisea" ; Rapsodia número 5.



(En Bruselas, a 11 de Octubre de 1991; revisada entre el 9 y el 30 de Mayo de 1994).



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